Fútbol y lágrimas en el Metlife Stadium…

En el Metlife Stadium, donde normalmente 70.000 gargantas desatan un vendaval, por un momento el silencio rugió más que mil goles. Trent Alexander-Arnold, conocido por moler bandas con su energía desbordante, parecía llevar una carga más pesada que un elefante en patinete. La razón: la pérdida de su amigo íntimo, Diogo Jota, con quien compartió sudor y lágrimas en el Liverpool. Su compañero de travesuras futbolísticas y hermano de espíritu ahora estaba marcando goles en el estadio celeste, donde las redes nunca se rompen.

Para Trent, aquel día, el fútbol era como intentar hacer malabares con un hámster en cada mano. Dijo tener que revisitar las redes sociales para cerciorarse de que no era un sueño, tan confuso como si le hubieran dicho que a Messi le falta pasión. En el campo, mientras sus compañeros celebraban el 2-0, él se apartó, buscando en el cielo lo que el césped no podía ofrecerle. Y, entre bastidores, soltó el discurso más importante de su vida con la emoción de un comentarista describiendo el gol de una victoria en el último segundo.

Allí, con la voz temblorosa que recordaba al sonido desafinado de una trompeta desafinada, prometió que cada victoria sería para Diogo. El fútbol, a pesar de tener más vueltas que un espiral infinito, nos recuerda que más allá del brillo de los focos, los jugadores también son humanos. Y entre tanta destreza y regates, no escapan de la derrota más dura: la pérdida de un ser querido. Porque, contradictoriamente, a veces ese gol más recordado es el que no puedes celebrar.